viernes, 12 de septiembre de 2014

"La última noche de Gato Herc", relato para concurso.

    Hace unos meses envié el siguiente relato a cierto concurso orquestado por una radio independiente en Madrid. No ganó, maldita sea mi estampa, pero bueno. Ya puestos, lo echo al pesebre para que se lo coma alguna bestia como yo.
         Quepa mencionar que el espacio era restringido, lo cual conllevó a que me viera obligado a introducir mi idea con calzador literario. Esto repercute en la calidad claro, es fallo garrafal mío el haber sido incapaz de idear un escrito breve, insulso, con personajes planos y poca chicha. En fin, lean esto o no, y que les parta un rayo.

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La última noche de Gato Herc

Anno domini 1727. Un calor del diablo, asfixiante y pegajoso como el abrazo mortal de una enorme serpiente entorno al cuello, de noche. Una última noche. La última noche para Hercule-Baptiste de Bergerac, un gascón pisoteado por los malos dioses.

Le llamaban Gato Herc y sería tan innecesario como triste contar su historia. Bástenos con saber que Gato Herc había cruzado el Atlántico a los trece años rumbo a las Indias Occidentales. Pero llegó un día rojo para la carne y negro para el alma, en el que se le formuló la siguiente pregunta: “Con nosotros o con ellos”. “Nosotros”, la tripulación de un capitán pirata neerlandés; “ellos”, sus padres, hermanos y otras docenas de pasajeros, boca abajo o boca arriba, lacios, rotos y flotando inertes sobre el abismo marino. Optó por sobrevivir, se hizo pirata.

Y mucho más le hubo de pasar hasta que Bertjan el Negro muriese y Herc batiera alas del nido a pique. Le acompañó la única amistad hecha sobre la tablazón del Grijsdief, el barco donde sirvió. Era Basten Dekker, un lisiado resoluto y veterano marino. Por suerte, o desgracia, Gato Herc y el viejo Dekker terminaron en la Guayana Francesa. Presidio de cautivos, paraíso de iniquidades y fondo de incautos, la colonia francesa acogía a la escoria que alguna vez estuvo bajo la flor de lis en el continente. El entorno perfecto para dos nuevos contrabandistas.

Herc se impacientaba y se distraía pensando. No recordaba cuando cumplía años ni cuantos tenía. Sólo contaba los años desde que la conoció a ella. Ella, la rubia, blanca y delicada Elie. Luchaba por sacarla del puerto, a ella y al fruto aún en su vientre. Todos los hombres sueñan y temen.

Desde luego, no temía a los salvajes de la selva con Huapi de su lado. Huapi, antes conocida como Flora Babineaux, era una vieja criolla viuda y fugada a la selva. Allí, protegida bajo el amoroso abrazo de un jefe tribal, dio a luz a siete varones de tez oscura, vigorosos y enjutos como solo un salvaje de cabellos zaínos puede ser. Ellos robaban las plantas que los contrabandistas compraban y vendían.

Gato Herc y cuatro de sus varones del estraperlo vigilaban la espesura de la selva americana, mosquetes en mano. Dekken, viejo, grande y manco como un roble partido por un rayo, cargaba las plantas en uno de los dos botes varados, lo ayudaban otros tres. El otro bote era para volver al barco, si es que eso podía llamarse barco. Una vieja fusta, de un palo y veinte remos por banda. Su única defensa eran dos viejos falconetes emplazados a cada costado y por los que Herc siempre rezó no tener que usar. Había diez remos a cada banda que operaban veinte negros esclavos vigilados por Salomao, un cómitre que les hacía de gancho con el potentado al que le venderían la mercanía.

Estas plantas, arbustos concretamente, tenían las hojas verde oscuro y unos frutos compactos, verdes y ahuevados que crecían agrupados en torno a las ramas rectas; plantas del café. Merecía la pena jugársela con las autoridades francesas por vendérselo a los portugueses, pues en Brasil se fundarían las primeras plantaciones importantes.

Gato Herc lo vigilaba todo ahora desde lo alto de una piedra grande y redondeada por la acción marina; le gustaba abarcarlo todo con la vista y la sensación de control que esto le proporcionaba. Oía a los salvajes levantar la voz más que de costumbre hasta que Huapi los reprendía. Estaban sentados en el linde de la fronda. La selva, laberinto mortal de árboles titánicos, crecía sobre un suelo de tupida hojarasca junto a erráticos helechos de hojas amplias.

Veía también al bote con las plantas ir por fin hacia el barco y a Dekker preparar la bolsa de pago. Nunca pagaban en monedas, sino en piezas de plata en bruto. Los contrabandistas vestían ligero, calzas anchas y zapatos o botas de cuero de cerdo, camisones amplios o torso desnudo, adornados con un sombrero negro; como aderezos, cinturones anchos de hebillas de bronce con alguna pistola, machete o sable. Cerca, en el agua, veía la única luz del barco en la mano de Salomao,  errante en la cubierta.

Dekker se dirigió con una bolsita de cuero a los salvajes de Huapi. Iban con taparrabos de palma, tatuajes tribales negros marcados por el cuerpo y tocados de cuentas de colores y plumas largas, finas y blancas. Algunos exhibían orgullosos un cuchillo de acero colgado al cuello. Huapi, por el contrario, usaba un raído vestido de lino verde, un sombrero con cuentas cosidas en el borde del ala y un bastón de paseo que esgrimía como vara de mando. Revoltosos, los hijos de Huapi (eran quienes la acompañaban) se aproximaron ante Dekker y le arrojaron un bulto a los pies. Herc oyó rechistar a Dekker.

Herc se adelantó a Dekker y abrió el saco. El embriagador aroma de granos de café tostados llenó sus pulmones, que infló con deleite para luego soltar con un bufido de sorpresa. Tenía la mano sucia de sangre. Sangre que impregnaba el saco. Daba gracias de que fuera la última noche. Siempre insistió a los indígenas en que no mataran a nadie, que no provocaran a los dueños demasiado. Da igual, aunque solo robaban plantas, ese saco serviría como muestra de calidad. Asintió y Dekker soltó la plata en manos de Huapi. Antes de cerrar el saco Herc, pícaro, guiñó un ojo a Dekker y ambos hundieron las manos en él, metiéndose dos puñados en los bolsillos. No eran unos contrabandistas ricos que se permitieran beber café, pero sí oportunistas.

Sin despedirse, Gato Herc se volvió al bote. Pensaba en el café, en la sonrisa de su dulce y rubia Elie Mimieux y en llevársela lejos del calor, de puertos y del mar. Al Norte. Temblando por terminar, un trueno estalló en la selva y un salvaje cayó inerte. Le siguieron dos o tres más, y Herc cayó también. Media docena de soldados uniformados coloniales, apostados en el linde, abrían fuego contra salvajes y contrabandistas. Los salvajes huyeron con la madre Huapi a la cabeza, dejando los muertos atrás. Herc, herido en el costado, miraba aterrado como Dekker, curtido, descargaba su pistola contra la selva. Tres contrabandistas hicieron lo propio con los mosquetes justo después de ver al cuarto compañero con los sesos derramados. En el mar, dos estruendos mayores. Aparecieron dos barcazas ligeras con carronadas en la proa que dispararon metralla contra la fusta. Los remeros chillaron y Salomao maldijo ¡Era la última noche!

Gato Herc se puso en pié, tambaleante, y empujó a Dekker al bote. El veterano asustado lo miró. Herc lo observó con sus insondables ojos aguamarina. Habló por primera vez en toda la noche:

-¡Elie está embarazada! ¡Termina el trabajo, llega vivo y dale mi dinero! ¡No recéis por mí, Dekker! – y con lágrimas en los ojos, cogió su mosquete, el del compañero muerto y corrió renqueando hacia la roca redonda. Sabía que la herida era mortal y cara de sanar; tampoco quería ser un fugitivo buscado. Por ellos.

Oía disparos a sus espaldas. No se veía nada, solo siluetas. Una carronada tronó, e iluminó de un fogonazo al artillero que cayó fulminado al instante, blanco en la noche. Gato Herc tosió sangre y esperó al siguiente tiro. Fogonazo, artillero, disparo y muerto. Era un tirador excelente y supo aprovechar los instantes de luz por la detonación. Con las barcazas inutilizadas, Dekker y Salomao huirían a salvo hasta puerto franco. Los soldados se aproximaban. Gato Herc se tendió bocarriba, no sabía si tenía los ojos abiertos. Cogió el puñado de café de su bolsillo, lo apretó contra su pecho y musitó a la brisa:

-Elie, mi Elie. Siento que hoy sea…mi última noche.

Dekker y Salomao consiguieron llevar la fusta hasta la Isla del Diablo, temida por las peligrosas corrientes que la rodeaban, donde tomaron un navío ligero hacia Brasil. Elie Mimieux ganó suficiente como para vivir bien y criar feliz al pequeño Hercule Mimieux en una modesta cafetería del Norte.

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PD: Seguro que los buenos dioses me han castigado por emplear un personaje francés, por muy gascón y gañán que fuera.

lunes, 21 de julio de 2014

Bonda, la del muladar

Las desavenencias del Cabo Negro se habían cobrado otra víctima, o casi un centenar de ellas. El Spicechest, un navío mercante antes grueso y de tres palos, ahora se convertía en astillas contra el Muro de Líbar, unos terribles acantilados, empujado por una legión de olas grises y furiosas. En el cielo rayos y truenos aplaudían la danza del océano mientras las nubes volvían ciega a la mañana.

Percy Banner aferraba su violín mientras se encogía en la proa de un largo bote de remos que milagrosamente salvó varias olas y se alejó de los peñascos, justo cuando el Spicechest estaba trabado en un enorme banco de arena antes de estrellarse contra el Muro de Líbar. Unos llorando y otros maldiciendo, cuatro hombres remaban; Tarugo Hank (marinero de segunda), Lewis Pitt (ayudante de carpintero), Fitz el Rata (marinero de segunda) y Darren el Cazuelas (cocinero). El bote se sacudía entre las olas como una hoja seca atada al bufido de un titán.

-No cantan ya…no cantan –decía Tarugo. Era un hombre bajo, corpulento, de rostro vulgar- ya no cantan.

-¡Calla y rema, Tarugo, rema por la puta que nos parió y las estrellas del cielo! –Lewis Pitt, un joven alto y delgado, dejaba correr hileras de lagrimones por sus mejillas, con la desesperación brillando en sus ojos azules y los mechones de pelo rubio pegados a su frente por el sudor.

Los cuatro hombres de mar se afanaban en remar mientras el joven Percy clavaba su vista en las rocas salientes que rodeaban los restos del barco. <<Sus asientos, son sus asientos>>, murmuraba para sí, <<el mar es su teatro, los acantilados la escena y nosotros los actores de una tragedia>> murmuraba el joven. Segundo hijo del mercader de especias Maximilian Hatcherthry Banner, Percybald Banner solo representaba los ojos de su padre en el trayecto comercial por castigo a su vida licenciosa. Solo era un retoño arrepentido en su cuna, atrapado entre un mar de lágrimas y la ira del cielo. <<Al menos, ya no cantan>>.

Los recuerdos recientes sacudían su mente como tábanos furiosos bajo la piel; deseaba con toda su alma que se fueran pero no sabía cómo sacarlos. Estaba en la bodega, conversando con Lewis Pitt y Fitz el Rata sobre ciertos locales del Puerto Franco de Werthry, lejos en su Arlandia natal, cuando comenzaron a bombardear sus oídos. Antes de darse cuenta, Lewis paró de reír, Fitz dejó en el aire el final de un chiste picante y los tres andaban contra su voluntad a cubierta. Quería parar, quería mirar a su alrededor, quería gritar, pero solo veía un escalón de madera detrás de otro, hasta que una terrible sacudida lo derribó y perdió el conocimiento por un instante.

Con los músculos de plomo y la mirada perdida, se reincorporó como pudo e instó a sus compañeros a hacer lo mismo. Encontraron saliendo de la cocina a Darren el Cazuelas, pringado entero de gachas y con una expresión en su cara de luna llena que preguntaba <<¿Cómo hemos podido chocar?>>

Y, de nuevo, ese arrebatador sonido invadió sus oídos. Reanudaron la marcha hacia cubierta, tropezando como peleles animados con todos los objetos que se desparramaron por el suelo debido al choque. Cuando Percy llegó a la salida a cubierta, solo pudo sacar la cabeza: un conjunto de jarcias, cajones y aparejos cayó obstruyendo el recorrido. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, inútilmente, se ahogaba en la impotencia de no ser dueño de sus actos, mientras con rostro bobalicón veía como los hombres se arrojaban cual borregos desnortados por la borda. Así, hasta que dejó de oír nada y volvió a ser él, como si despertara de un horrible sueño.

Se giró un instante y vio como el Cazuelas, Lewis y el Rata se miraban confusos; Tarugo Hank había aparecido tras ellos, compartiendo con sus compañeros un rostro de horror y consternación. Rápidamente se dispusieron a despejar la salida a cubierta para intentar resolver el misterio. Pese a ser todos, salvo Percy, dignos hombres de mar, subieron a trompicones debido a que el barco se había encallado en un banco de arena y rocas; unas furiosas olas lo empujaban poco a poco como para liberarlo…solo que lo empujaban en dirección al Muro de Líbar, unos grandes acantilados de roca gris y escarpada.

Pesarosos, miraron por doquier, no viendo a camarada alguno. Prestos se asomaron por la borda al oír voces en peligro, y comprobaron horrorizados el espectáculo que se producía. Toda la tripulación desde el capitán al grumete, salvo ellos mismos, se debatía entre las olas clamando socorro. Tarugo Hank se giró presto a tomar algún cabo que lanzar al mar con tal de socorrer a los afligidos, pero Lewis y el Rata se ocuparon de detenerlo e instarlo a que mirara bien; en cuanto observó, Hank cerró los ojos en gesto temeroso y se le vencieron las rodillas.

Los marinos, indefensos, se debatían entre la furiosa tormenta mientras tentáculos gruesos como brazos de labriego los arrastraban a las rocas. Criaturas grotescas, nauseabundas, ahogaban a los hombres en la mar negra para luego reptar hasta una roca, como si las olas fueran brisa para ellas. En su mitad inferior tenían un incierto número de tentáculos rematados en duros garfios en lugar de ventosas con las que aferraban los cadáveres mientras trepaban a una roca, del mismo modo que un halcón aferra a un ratón con su garra mientras se acomoda en una rama.

Pero lo más horrible era su mitad superior: tronco, brazos y cabeza. Muchos marinos se tienen en aprecio a sí mismo por haber visto tritones: criaturas antropomorfas, elegantes, solitarias y de buenos modales, siempre prestos a dar un buen consejo, advertir de un peligro o comerciar con joyas y especias; habituales en las cortes de los señores almirantes o en peñones de alta mar donde tenían lista agua dulce y pescado en salazón para que los barcos hicieran un alto. Pero esto no eran tritones; eran diablos del mar. Su piel era verdosa, salpicada de escamas negras y grises. Los brazos, largos y escuálidos, terminaban en garras duras y frías que empleaban para encaramarse a las rocas. Su rostro era una abominación entre pez y hombre, privada de nariz y con inertes ojos acuosos haciendo competencia en repugnancia a una enorme boca de dientes como agujas. Por corona, un amasijo de jirones de piel muerta y aletas desgarradas que les brotaban de la supuesta nuca, a modo de pútrida melena.

Pero no quedó ahí, aunque solo Percy y Darren siguieron mirando; uno petrificado por el espanto y el otro presa de la curiosidad morbosa. Una vez las criaturas arrastraban al cadáver a la superficie, sobre una roca, lo tomaban entre sus brazos como una viuda que llora al esposo muerto mientras sus cuerpos sufrían una metamorfosis increíble, haciendo que los espectadores se creyeran en la locura.

Los tentáculos salvajes se tornaron dos piernas de muslos carnosos mientras la anterior unión antinatural entre su vil tronco y la fétida parte de depredador abisal se transformaba en torneadas caderas y delicada cintura. En el vientre surgió un gracioso ombligo a la par que se manifestaba el sexo femenino y brotaban unos senos juveniles. Las zarpas se volvieron manos delicadas sujetas a brazos delgados, y la testa de sabandija depredadora se convertía en una cabeza menuda y proporcionada dotada de faz inocente flanqueada y coronada por una mata de suaves cabellos dispuestos en gracia salvaje. En un santiamén, el monstruo pasó a doncella; para luego fundirse en un beso con el difunto amante y succionarle todos los humores…antes de parpadear tres veces, Percy se dobló sobre la borda para devolver la comida al comprobar como Humphrey Doorman, el antaño vigoroso ayudante del contramaestre, quedaba reducido a un pellejo con frondosas patillas y atavío de marinero. Percy gritó cuando una mano le aferró el brazo.

Fitz el Rata lo instaba a correr hacia un bote de cuatro remos que se hallaba pendido de la borda. Las doncellas del diablo se saciaban en el rocaje, así que los iluminaba la estrella de la esperanza: quizá no los vieran. Percy corrió presto hacia el bote que sus compañeros disponían como almas temerosas ante el reclamo de los diablos. En un despiste sus pies se trabaron con un girón de vela rota por el temporal y el joven cayó de bruces. Mientras se levantaba entre maldiciones y sollozos, se percató de que junto a él, como dispuestos por mano ajena, estaban su violín y arco para hacer sonar al mismo. Por un instante, recordó que se lo prestó al bueno de Budden, un velero amigo de la música. Se lamentó por Budden, echó mano del instrumento y se subió al bote. Antes de darse cuenta, observaba el barco de lejos, zozobrando como una cuna gigante mecida por la furiosa mano del mar, sentado en la proa del bote mientras sus compañeros resoplaban de esfuerzo bogando.

Con horror vio como las mozas de carne descubierta y corazón podrido ya no reposaban en los peñascos, de donde las olas barrieron los cueros vacíos de sus víctimas. Lo que si vio fueron unas sombras verdosas y amorfas bajo la superficie que se dirigían a toda velocidad hacia el bote.

Los supervivientes surcaban las aguas por la cara interior del banco de arena, de tal forma que las olas, aunque aún impetuosas, llegaban mermadas. Aún así, el esfuerzo era mayúsculo y los cuatro se empeñaban en vencer al temporal, espoleados por el mejor látigo que podía conducir a un hombre: el miedo.

Temeroso, Percybald Banner hizo lo único que podía, lo único tan potente como para evadirlo de sus temores. Se acomodó el violín en el hombro y arrancó una tonadilla de sus cuerdas, una melodía gritona y agresiva, festiva y alegre, nacida en mil tabernas de Arlandia.

Sus compañeros parecieron no darse cuenta, pero si vieron algo peor. Provocando un grito de horror en los marineros, una criatura abordó la embarcación. Mientras se aferraba a la popa con sus tentáculos relampagueantes, siseó una baba roja (quizá por la pitanza) mientras lanzó sus zarpas contra Darren. Darren, espantado, pataleó y logró zafarse en los primeros intentos, hasta que una de las garras se le cerró en torno al tobillo. El hombre, un gordo patán famoso por rebañar las ollas más que limpiarlas, sacudió una coz que dejaría en evidencia a las más fieras mulas de la Marca Verde e hizo saltar la mitad de los dientes al monstruo, que se perdió entre chillidos.

Asombrados, los otros tres seguían remando, mientras Darren el Cazuelas se recomponía los calzones recién ensuciados.

-¡Están cantando! –gritó Fitz- ¡Vuelven, vuelven a cantar! –y soltó el remo para taparse los oídos. Los monstruos volvían a lanzar al aire su melodía embaucadora, opresiva.

-¡Sí, cantan! –gritó Percy- ¡Pero no nos detenemos! –y dio un puntapié a Tarugo- ¡Lewis sigue remando! ¡Y yo tocando! –Tarugo quedó mirando espantado a Percy- ¿Eres amo de tus actos como yo, Lewis? ¿O estás embrujado?

-¡Amo cruel soy de mí, pues se me va a partir el lomo de tanto ordenarme remar, Percy! –gritaba Lewis, entre desesperado y asombrado.

-¡Pues remad, remad amigos! –gritó Percy, mientras tocaba el violín con toda su alma- ¡Remad y oíd, pues seréis testigo de un duelo jamás presenciado! –con los temblores fruto de la lucha entre el miedo y el renovado arrojo, Percy hablaba a sus camaradas- ¡Darren ha metido en vereda a esa criatura a base de golpes, preparaos para hacer lo propio si se tercia, que yo haré lo mío! –y comenzó a cantar von voz de rufián ardiente:

>>¡Brinden!, por lo que les vengo a contar,
¡Brinden! Por quién nació en el muladar

Percy entonaba tan alto como podía, desafiando a rayos y truenos con sus pulmones de hijo rebelde y habituado a tabernas y descalabros.

>>¡Brinden! Por la más sucia fulana,
pues no hay hierro que atienda esa lana

Una de las criaturas horribles asomó por el lado de Tarugo Hank. Pese a ser un hombre corpulento, soltó el remo de un grito. Lewis, adelantado, manoteó para sacar su inseparable cuchillo (con el que se entretenía haciendo tallas) e hincárselo al monstruo en un ojo para devolverlo al mar.

>>¡Brinden! Por la de torcida napia
y revirados ojos de sepia

Tarugo recibió otro puntapié, y se hizo cargo de los dos remos, dejando libre a Lewis.

>>¡Brinden! Por la tullida de una pata
que se cura si bien ve la plata

Fitz el Rata, de constitución consumida y dientes atropellados, se deshizo en gritos y voces cuando un monstruo echó zarpas en la borda, a las que Fitz machacó cual herrero frustrado a golpe de cabilla. Ya ninguno oía los truenos, las olas rompiendo contra el acantilado ni la canción del diablo.

>>¡Brinden! Por la de fétido aliento,
y gorda de culo sin asiento

Darren mantenía a raya a dos monstruos haciendo oscilar su remo como una guadaña, mientras su fofa y redonda cara de luna se teñía de arrebol a causa de la ira y el desquite contra los verdugos de sus compañeros.

>>¡Brinden! Por la vaga cual marrano
Y sus dedos de menos por mano

Estaban a punto de bordear un cabo; Tarugo remaba como si no hubiera un mañana, al igual que sus compañeros que se turnaban según la circunstancia.

>>¡Brindad! Por la de brazo de herrero
y de lengua ruin de carretero

Lewis se sujetaba un corte, fruto de un zarpazo, de un costado mientras cosía a puñaladas a uno de los monstruos, aferrado a la borda.

>>¡Brindad! Por la mal vista por un tuerto
y negras orejas de muerto

Estaban a punto de pasar un cabo y poder refugiarse en una cala. La tormenta amainaba, y la última de las criaturas se limitó a sisear algo ininteligible en una lengua maldita mientras se perdía entre las olas.

>>Pero aún brindando lo acordado
Como para un burro haber ahogado
Ni por el oro de los enanos
a su piel arrimarás las manos,

Cantaban los hombres a viva voz ya, mientras olas menos salvajes los empujaban a una cala perdida y observaban al Spicechest colisionar contra el acantilado, lejos, casi ocultado ya por un cabo.

>>Pues es por Bonda, la del muladar
            por lo que los hombres se van al mar

viernes, 27 de junio de 2014

Conquista de Claro del Peñón


Al patán postrado

Es estremecedor cuando, tras ser capaz de abstraerte de ti mismo, contemplas la inmensidad de lo que te rodea y lo comparas con tu diminuta porción de vida. Cuando comprendes que irás y vendrás al igual que otros como tú, mientras todo lo demás podrá seguir en su sitio o no independientemente de ti. Él lo sabía y lo odiaba. Por eso estaba ahí, el último gran hombre, para corregirlo. 

Alto y fuerte, enorme, un hombre de mirada fiera y cautivadora al mismo tiempo. Ojos de iris dorado oscuro como los reflejos del amanecer sobre el océano. Cabellos y barba largos, salvajes, negros. Ataviaba pieles de león gris y coraza de hierro, montado sobre un caballo blanco también enorme pero de pasos extrañamente gráciles. En aderezo, una espada; una espada de hierro negro y roja por la sangre, de hoja larga y ancha, siendo el pomo y la guarda dos piezas idénticas, redondas, de hierro también. Solo hierro, hierro y sangre. Es lo único que necesitaba.

Su caballo saltó, liviano como un gran jirón de nube, sobre unos peñascos. El animal piafaba y se resistía, pero sus riendas eran también cadenas de hierro. Llevó a su jinete a lo alto de un peñón; trepando por los salientes y saltando accidentes como si pudiera levitar. Desde arriba, el jinete observó. Al fondo, un bosque con montañas más allá. Delante, un campo. Un campo de hierba verde y fértil tierra negra. Pero más negros eran los cuajarones de sangre, las expresiones en los rostros de los muertos y los cuervos y buitres que se graznaban. Hombres bajos, de piel clara y cabellos castaños; túnicas cortas de lana, escudos de madera y cuero y espadas cortas de bronce, muchas rotas o fieramente melladas; el enemigo. Entre estos, alguno caídos de los suyos. Corpulentos hombres de tez blanca y rubios o pelirrojos, barbados, que murieron con grandes hachas de hierro en las manos y yelmos con máscara del mismo material, atravesados por una lanza de bronce o un par de flechas. También otros morenos, delgados y no muy altos, de barba rizada negra y afilada, con curvas espadas de hierro y túnicas azules como sus turbantes, así como escudos de mimbre y piel de cabra. Los que menos había, hombres con espadas largas de hierro y cascos de hierro adornados con cobre bruñido y piedras preciosas, ataviados de blanco y corazas de cuero tachonadas. Todos muertos, aunque de los suyos apenas uno entre cada diez de los otros.

Era medio día y sólo rompían el silencio las aves carroñeras y el viento que mecía las copas de los árboles. Siguió observando y de entre el bosque del fondo emergió un ejército. Los mismos; los hombres bajos de piel clara y espadas de bronce. En el centro, un hombre mayor, imberbe, con un arnés de guerra que sujetaba piezas de bronce circular a modo de armadura. Iba tocado con una corona de hojas de parra y plumas de faisán albino. Lo flanqueaban dos hombres con el mismo arnés de guerra y espadas de bronce al cinto, solo que además portaban unas largas astas de castaño con una placa de cristal de roca encima; estos estandartes parecían capturar la luz del sol del medio día. En total, lo acompañarían tres mil soldados, todos espaderos y lanceros; seguramente habría otros tantos con arco en el bosque. Él clavó su mirada en ellos, desde el peñón conquistado; y sonrió.

El enemigo estaba desesperado. Sólo un hombre avanzó, esquivando cadáveres. No era demasiado alto, como todos los enemigos, y tampoco especialmente fuerte, pero en forma. No llevaba armadura alguna, solo un cuchillo largo en el cinturón de cuero fino que le ceñía la túnica corta de lana. Caminaba con sus pies vestidos por sandalias mientras apartaba a buitres y cuervos con la mirada. Las bestias se apartaban cegados, pues sobre su cabeza, flotando como una estrella en la noche, un diminuto lucero arrojaba haces de luz pura y blanca alrededor. Él, desde el peñón, escupió con desprecio. El individuo continuó caminando, sereno, hasta que se detuvo en el centro del campo de batalla. Había encontrado un claro enmarcado de cuerpos inertes. Manipulaba una honda y un guijarro, mientras lanzaba con su mirada el duelo impulsado por un rayo de esperanza.

Él, fiero, alzó su espada, aún sucia de la sangre derramada bajo el amanecer sobre los campos verdes. En silencio, rodeando el peñón y en su respectivo lado de la liza, estaba su ejército. Unos dos mil hombres: unos altos con máscaras de hierro en sus cascos, los bajos y morenos con sus espadas de hierro. Al pié del peñón, su guardia: doscientos hombres de blanco, con largas espadas de hierro y yelmos decorados. Ninguno a caballo y todos deseando de volver a la lucha. La hueste de conquistadores había remontado un gran río desde su salida al mar hasta el centro de esta tierra, donde habían establecido el campamento para sus mujeres e hijos. No había distinciones de raza o clase y los niños y niñas crecían mestizos, felices, sin que sus padres lucharan entre sí por ningún motivo superior a ellos.

En respuesta al movimiento de la espada, un guerrero respondió al duelo. Un guerrero formidable, casi tan alto como el jinete del peñón pero de hombros y torso mucho más fornidos; sin duda el hombre más fuerte del ejército. Emergió de entre las tropas como una bestia desatada. Un verdadero coloso, ataviado con poco más que unos pantalones de lana sucia y unas gigantescas botas de cuero. Su equipo, un yelmo de hierro con máscara que vibraba con el trueno de su voz mientras enarbolaba un gigantesco hacha de guerra de hierro enastada en un vástago de roble. Una enorme y frondosa barba pelirroja le brotaba en cascada bajo la máscara y se agitaba al viento durante la carga. En su carrera pisó cadáveres, hizo saltar costras de sangre y barro del suelo y todos los buitres lo saludaron con sus alas negras. El ejército de hombres dispares coreaba a su campeón, mientras la gente al linde del bosque observaba expectante, con una plegaria en los labios y el corazón encogido.

El joven  se postró en el suelo, murmurando susurros con el guijarro pegado a los labios. El lucero mágico que pendía sobre su cabeza comenzó a brillar de tal forma que todos tuvieron que apartar la mirada. La sombra que proyectaba el guerrero furioso era titánica. El joven se puso en pie, cuando apenas quedaban unos veinte pasos para que lo alcanzara su aterrador enemigo. Con suma maestría, hizo bailar su honda y soltó el místico proyectil.

La piedra recorrió una línea recta dejando tras de sí una estela de luz nívea y se estrelló contra la máscara de hierro de su enemigo. De repente, un estallido de luz cegadora, y nadie vio nada. El mismo muchacho se tapó los ojos. Todos, salvo uno en su peñón, dejaron de ver.

El joven abrió los ojos, y la imagen coreada por las alabanzas de unos y los llantos de otros lo paralizó. Delante suyo estaba el terrible guerrero. Ya no tenía yelmo, su nariz estaba partida y su ojo derecho derretido; su barba humeaba medio quemada. Con las piernas temblando, el coloso infló sus pulmones y lanzó un grito brutal que resonó por todo el campo haciendo que las aves alzaran el vuelo. Y, de un golpe, partió al joven en dos con su hacha. El lucero se apagó; una estrella que tanta luz había dado que a pesar de ser medio día a la gente del joven le pareció que anocheciera.


Sin esperar un segundo, él bajó a galope por la roca y saltó de su caballo frente a sus tropas. Con el odio en la mirada, la horda de hombres libres se lanzó a por el ejército de indígenas presos del pánico. Habían logrado otra victoria; habían derrotado a otro dios.

miércoles, 16 de abril de 2014

Constantinopla, 29 de Mayo de 1453



Al hoplita de los Oklahoma City Thunder


INTRODUCCIÓN

Un profesor mío decía que la historia es la maestra de la vida, yo creo que es cierto. El ejemplo de lo mismo que vengo a contar es que da igual lo alto que sea un muro, cómo de nutridas estén las arcas o el acero con que se hagan las espadas; todos los hombres mueren y todas las rocas se hacen polvo. Un consejo vital. La caída de Constantinopla, a mi juicio, es un claro ejemplo de la gloria y derrota del ser humano, pues tanto como los cristianos (católicos y ortodoxos) fracasaron por sus intrigas y codicias, los otomanos del islam y sus aliados dejaron escrito con grana y oro su nombre en las páginas del tiempo venidero. No soy un académico, ni un periodista; sólo me apetece contar, tal como bien o mal lo veo, lo que sé y creo de este inmortal día del 29 de Mayo de 1453.

Por supuesto, antes debemos saber qué era Constantinopla. En griego, Κωνσταντινούπολις, Konstantinúpolis, o la Ciudad de Constantino. De cultura y herencia griega y con sistemas de política y administración romanos, Constantino el Grande fundó su ciudad entre el Cuerno de oro y el Mármara. Nova Roma, Bizancio,Stamboul, Basileousa Polis, Encrucijada del Mundo o Miklagaðr han sido los nombres para la mayor ciudad de toda la Edad Antigua y Medievo en el occidente. Hipódromo, circo, templos paganos, la gloriosa Santa Sofía y la primera universidad del mundo donde se estudiaba desde Matemáticas hasta Teología y que contaba con unos treinta y un profesores. Treinta, como los kilómetros de muralla que la salvaguardaron siglos de godos, alanos, ostrogodos, hunos, visigodos, búgaros, rus y otros tantos. 


RELACIÓN ENTRE AMBAS POTENCIAS

Los musulmanes en las fronteras orientales del mundo ortodoxo, y concretamente en la Península de Anatolia, fueron un problema para el Imperio Bizantino desde que el mundo árabe musulmán comenzó a expandirse. La Guerra Santa o yihad, manipulada por los líderes árabes, lanzó a estos pueblos a las luchas expansivas. Abrazaron, literalmente, el mediterráneo. Sus furiosos puños de piratas del desierto se estamparon contra dos muros: el norte de la Península Ibérica con los astures y francos (cada cual por su lado) y la Península de Anatolia, una tierra herida, marchita tras las guerras contra los persas sasánidas y los ávaros; con un corazón antaño vigoroso, aún potente y eternamente bello: Constantinopla. Hablamos del período entre s. VII-VIII. Y como todo corazón, se emplazaba en el lugar más protegido de todo el antiguo cuerpo: en la otra costa de Anatolia respecto al Bósforo, en una diminuta entrada de tierra que separaba el Mármara del Cuerno de Oro. No obstante, el Islam la supo rodear, haciendo tope en Hungría y dominando a los búlgaros, así como servios y valaquios; esto ya en época turcomana.

Muchos llamaron a las puertas de San Romano antes y después de los árabes de Mahoma; los ya mencionados persas, avaros y eslavos (que, confiados, valerosos e ignorantes pensaron que sería de utilidad atacar empleando sus monóxilos), varegos (de gran valía una vez asimilados como guardia)… el más llamativo fue el del 1204, perpetrado por los cruzados. La excusa: el imperio Bizantino, alicaído, se mostró neutral entre Saladino y la cristiandad; el motivo: los centenarios tesoros de la Ciudad de Constantino. Este fue el primer asedio exitoso para los enemigos de la Gran Urbe, instaurando cincuenta y siete años de Imperio Latino, cincuenta y siete años de grandes maeses y nobles sobrados de la vieja Europa gastando bota en el Gran Palacio. Esto explica, creo yo, la animadversión automática de los ortodoxos hacia los latinos que, guiados por el general Alejo Estrategopoulos, la retomaron en el 25 de Julio de 1261 siendo Miguel VIII Paleólogo reconocido como nuevo emperador y restaurándose así el imperio de Bizancio. Durante la época cruzada la ciudad fue sobradamente expoliada y mercadeada.

Continuaron los conflictos, ya con los turcos. Seis asedios (1390, 1395, 1397, 1400, 1422 y 1432) padecieron las Murallas de Teodosio. Y es que, para el Islam, Constantinopla se había convertido en una verdadera medalla con la que debían adornar su turbante. Pero, ¿cómo se produjo el último y viral ataque?

Es indispensable mencionar a dos individuos, otomanos, que jugaron papeles antagónicos y cruciales: Mehmet II y el Gran Visir Halil Pasha. Abreviando, Murad II, padre de Mehmet, se hartó de pifostios de aceros y se retiró a Manisa dejando como heredero a su hijo Mehmet y de gran visir al tal Halil Pasha; este último tenía en común con Murad un aspecto: la mesura, o al menos, el sentido común. Mehmet II, por otro lado, era una bomba de relojería: qué esperar de un zagal de trece años a la cabeza del Imperio Otomano. No se le ocurrió otra cosa que pretender asediar Constantinopla, siendo por suerte disuadido entre Halil Pasha y su padre Murad, quien hubo de volver de su retiro; fracasó su corto reinado emplazado entre el 1444-1446. Fue enviado a Manisa, donde se dedicó en cuerpo y alma a la tarea que lo inmortalizaría: preparar la toma de Constantinopla.

A los 21 años, en el 1451, Mehmet II fue sultán. Con Adrianápolis (Edirne) como centro de operaciones, comenzó a preparar la toma de la famosa ciudad. Uno de sus pasos más determinantes a la hora de sitiar un lugar de forma efectiva es cercarlo, valga la redundancia. Con el fuerte Bogazkesen (“La tenaza del estrecho”) cortaba el Bósforo al norte; también conocido como Rumeli Hisari (Castillo de Rumelia). Para cortar el paso por el otro lado, en la costa del Mármara, se hizo con una flota de casi cien veleros, quizá inferiores en tamaño respecto de los barcos latinos y ortodoxos, pero superiores en número a razón de cinco a uno. Estos veleros fueron construidos en Galípoli o junto al Rumeli Hisari durante su edificación. Por supuesto, hizo acopio de armas de fuego, pesadas y semipesadas, fijas y portátiles; plantó el elenco de armas de fuego más grande jamás visto en un asedio occidental. Su pieza más famosa, claro, sería la titánica bombarda de Orbón (también llamado Urbano, un ingeniero de Valaquia presumiblemente), capaz de disparar bolas de hasta seiscientos kilos, necesitándose sesenta bueyes para su transporte y dos horas para cargarlo; colosal bestia.

Mehmet II a su aire

Detrás de todo esto o mejor dicho, contra todo esto, estuvo siempre el Gran Visisr Halil Pasha. Moderado, como Murad II, procuró obrar diplomáticamente de principio a fin. Ya conspiró contra Mehmed II haciendo que volviera su padre, y seguía tratando con “aliados” constantinopolitanos para mediar una solución viable, pues era costumbre en el Islam que los pueblos sometidos pudieran mantener hasta cierto punto su religión, costumbres y leyes; tal ocurrió con judíos y cristianos en las ocupaciones omeyas de la Península Ibérica. Del mismo modo, argumentaba que tomar la ciudad abriría una puerta de Oriente a Occidente, y viceversa, tentando a los europeos; numerosos ulemas le dieron la razón a esto. Tantas posibilidades de huir de la sangre y las palabras de Halil no sirvieron; Mehmed II era un joven terrible y avasallador.

Frente a esto en el bando cristiano encontramos, primero, al emperador Constantino XI Paleólogo. Cuarto hijo de Manuel II Paleólogo y Helena Dragas, heredó el trono de su hermano Juan VIII Paleólogo al morir este sin descendencia en el 1444. Fíjense qué curiosidad, que muriera el mismo año en que Mehmet II subió al trono por primera vez; ¿augurio? Obviando los problemas heredados al dominar un imperio en clarísima decadencia, y sin hablar aún del problema turco (que lo era, y grave) está el asunto religioso.

Constantinopla padeció muchas y muy cruentas revueltas religiosas a lo largo de su historia, aunque esta vez más que revuelta lo que se daba era un malestar generalizado. Y es que la decisión tomada en el concilio de Basilea (en el que participó Juan VIII) de asumir la confesión del Papa de Roma levantó ampollas, tantas como espadazos dieron los cruzados allá por 1203-1204. Se explica que hubiera incluso constantinopolitanos que preferían darse a los turcos que a los latinos. Los themas ortodoxos no le apoyaban, y el nuevo patriarca Gregorio III Mammis tuvo que exiliarse a Roma. No obstante, y ante la necesidad de ayuda del oeste, Constantino medió y consiguió evitar una guerra civil entre la minoría católica y la mayoría ortodoxa. Cuando Europa era una jauría de lobos atados por los rabos con el mismo nudo, el paraíso cultural de Constantinopla hubo de mendigar su ayuda. Una ayuda pobre, que no llegó bien ni a tiempo. O no llegó.

En cuanto al casus belli, hay varias ideas. Aún estando en un relativo tratado de paz, los turcos extorsionaban o expoliaban a los bizantinos. Durante la construcción del Rumeli Hisari (que ya de por sí era una provocación clara) se exigieron pagos en especias desorbitados (sobre todo alimento), o la imposición de un barrio turco en Constantinopla. Del otro lado, en el bando bizantino se encontraba Sehzade Orhan, un príncipe otomano exiliado, una espina calvada en la zarpa del brutal turco.

Sea como fuere, Mehmet II estaba dispuesto a provocar a Constantino XI. No buscaba una capitulación, quería tomar la ciudad a fuego y acero, pues era la Espada del Islam y no conocía el miedo. Curiosamente, una actitud muy de la Roma Clásica. Constantino respondió, con el corazón atado por las cadenas del honor pasado.


LÍDERES CRISTIANOS Y SUS HOMBRES

Por suerte, Constantino XI no estaba solo, aunque ciertas compañías se dieran más por obligación y deber que por simpatía; como el Archiduque Lucas Notaras, uno de los partidarios a “vender la ciudad”, acérrimo escupidor a latinos; el homólogo del Gran Visir en el bando defensor (en cuanto a lo de llevar la contraria al que manda se refiere, solo que hacía manifiesta su animadversión). La ciudad contaba con una guardia urbana a caballo, así como una encargada de guardar las murallas. Por supuesto, los nobles y oligarcas locales, relacionados con el Hipódromo (principalmente los equipos Verde y Azul, auténticas divisiones urbanas) disponían de una caballería (permitan el chiste) al galope entre ligera y pesada, diestros con el arco.

De derecha a izquierda: Constanino XI, un local bien pertrechado y un soldado latino acorazado. El águila bicéfala era el emblema de la casa real.

Como ayuda propiamente latina, italiana, destacarían genoveses y venecianos. Estos dos grupos, enfrentados en el Mediterráneo tenían grandes intereses comerciales en el Mármara, Bósforo y Egeo. Creta, Argos, Modon, Coro, Butrinto, Negroponte y Tesalónica en manos de Venecia, así como Samos y Quíos en manos genovesas. Ambos, además, tenían perdonado el peaje por orden de Constantinopla. De todo esto se deduce que, como dijo un inmortal, “poderoso caballero es don dinero”, quedándonos claro por qué estos metieron la espada en el asunto.

Sea como fuere, Génova mandó al ilustre condottiero Giovanni Giustiniani Longo (emparentado con la familia Doria y anterior embajador genovés en Crimea, así como experto general católico en la defensa de plazas fuertes) acompañado de setecientos hombres (cuatrocientos de los cuales acorazados genoveses y trescientos reclutados en la isla de Quíos). La fuerza veneciana, a la zaga, fue encabezada por Girolamo Minotto; estos contaban con cierta ventaja ya que en Constantinopla había una colonia mercantil veneciana; se estima que llegaron también unos setecientos soldados de refuerzo aproximadamente. Además, quizá por el qué dirán, llegó un arzobispo Isidoro de Kiev con unos cuatrocientos ballesteros napolitanos (las tropas de ballesteros italianos fueron apreciados y conocidos mercenarios en toda la Edad Media, que ya en el 1066 tiraron a matar en Hastings). Y, claro, un ibérico peninsular, Pere Juliá, de presumiblemente modesta tropa por lo poco que se menciona de ellos. Como ingeniero militar, destaca John o Johan, de apellido Grant, tenido tanto por inglés como por germano.

Giovanni Giustiniani Longo. Pintura aproximada a su época.

En total se estima aproximadamente que hubiera unos treinta mil defensores, de los cuales decir que ocho mil eran soldados profesionales es en mi opinión aventurar mucho. En aquella época Constantinopla contaría quizá con unos cincuenta mil habitantes, de los cuales tantos como fueran capaces de sujetar un arma fueron llamados a la defensa de la ciudad y contados por un censo ordenado por el mismo emperador. Cosa distinta, claro, es que supieran defenserse. Los incapaces de combatir harían de obreros encargados de la reparación de murallas y otros menesteres.

Pero, sin duda, Constantinopla poseía a un defensor inigualable. Un verdadero espíritu santo, un fénix alquímico, una mítica creación: el fuego griego. Y es que para los enemigos de los constantinopolitanos, estrujarse en un grupo cerrado ya fuera por mar o tierra suponía un terrible peligro: ser blanco del fuego griego. La mítica invención de esta sustancia (también llamada fuego marino, romano, de guerra, líquido o procesado) se atribuye a un tal Calínico de Heliópolis. Su receta se ha extraviado; según la novela de Mika Waltari (que no deja de ser una novela), eso se explicaría porque sus fabricantes estaban vigilados celosamente con unos guardias armados que los aislaban del exterior, matando a quien se acercase a hablar con ellos o a ellos mismos en caso de que la información pudiera caer, al parecer la receta solo se transmitía de forma oral. Teniendo en cuenta que el fuego griego, capaz de arder sobre el agua, constituía la punta de lanza de Bizancio en todo el mediterráneo desde su invención en el s. VI estas historias no son difíciles de creer. Se disparaba desde sifones a presión o en proyectiles arrojadizos y para apagarlo era necesario taparlo con arena, vinagre u orina (eso solo si caía en superficie sólida, como la cubierta de un barco). Hoy en día se piensa que llevaba nafta, cal viva, azufre, nitrato y otros condimentos de alquímico potaje.

Empleo del fuego griego contra embarcaciones, destaca el sifón de bronce.


Barco bizantino sirviéndose del fuego griego para repeler un ataque rus. A juzgar por los escudos en la borda del navío, la guardia varega estaba en pleno funcionamiento. Datable en torno al s. XI.


Como apunte, recordar que la famosísima Guarda Varega compuesta por suecos, daneses, noruegos, anglos y sajones ya no existía, o quizá quedasen sus descendientes en forma de tropas regulares locales. Ya no llegaban aventureros del norte; la conversión de todos los buenos paganos y el odio a los latinos desde los asedios cruzados supusieron una terrible losa que las más terribles hachas jamás conocidas no pudieron superar.

Los mercenarios más famosos de la historia, la Guardia Varega de Constantinopla. En el del fondo se aprecia el uniforma de gala.


EL TERRENO

Al tratarse de un asedio (sitio), trataré básicamente Constantinopla y sus alrededores inmediatos. Primero, Pera.

Antaño, cuando el imperio bizantino estaba en bonanza, a esta porción de terreno al otro extremo de la boca del Cuerno de Oro se la conocía como Sykai y era una región constantinopolitana. Teatro, foro, iglesias, muralla…una auténtica ciudad comprimida; incluso se la rebautizó como Justinianópolis, aunque al siglo siguiente entró en decadencia. Hablando en plata, las obras de Justiniano eran como el viento de un fuelle: duraron lo que estuvo apretando. El caso es que cuando los cruzados se hicieron con estas nobles tierras en torno al 1261, cedieron este distrito a los genoveses en compensación por su apoyo; estos establecieron una colonia. Así Pera llegó a ingresar en el s. XIV unas siete veces más dinero que la misma Constantinopla. Como habrán adivinado, el interés de dominar este resquicio urbano es poder tender la ya legendaria cadena que cerraba el paso a los curiosos. Esta titánica cadena se sujetaba sobre el agua con enormes bollas de madera, desde Constantinopla a la Torre Gálata (que conservó el nombre).

En cuanto al emplazamiento de la ciudad, es el más ventajoso que jamás he conocido. Sabiamente dispuesta en un pequeño cabo entre el Cuerno de Oro y el mar del Mármara, guarda tanto el paso del Bósforo al Mar Negro como el paso de tierras orientales al Mediterráneo o Europa. La ciudad llegó a superar sus murallas dos veces: sobrepasó a las de la misma Bizancio (antigua polis griega) que se construyeron en el s. IV a.C., y superó las murallas severianas de los s. II/III hasta cercarse finalmente con las murallas de Teodosio. . La obra pertenece a la época del emperador Teodosio (408-450), comenzándose su construcción en torno al 412 y usando como obreros a duros y fornidos esclavos godos, terminando su construcción en el 447; posteriormente se fueron manteniendo, mejorando o empeorando en función de las capacidades de cada emperador. Se extendían desde el Mármara al Cuerno de Oro, en una especie de curva de unos seis kilómetros de longitud contando con una doble línea amurallada y un enorme foso con parapeto.

La ciudad de Constantino poco antes de su final. Destaca el lamentable estado de Pera.


El foso contaba con unos veinte metros de ancho y profundidad considerable (difícil de determinar) de entorno a tres o cuatro metros quizá; por supuesto, era inundable. Tras el foso, había un espacio abierto de unos quince metros  hasta llegar a la primera línea de muralla: dos metros de espesor y ocho de alto con ochenta torres para defenderla. Los valientes (y titanes) que superasen esto, tendrían un pasillo mortal de dieciocho metros de ancho, despejado, antes de toparse con unos muros de trece metros de altura y cinco de grosor con un centenar de torres de hasta veintitrés metros. Muros y torres estaban recubiertos de caliza y barro para fortalecerlos. Por otro lado, unos trece kilómetros de muro único con doce metros de altura cerraba el cerco por la línea costera, protegido por la friolera de ciento noventa y dos torres. Respecto a puertas, contaba con once puertas, donde destaca la Puerta Áurea (por donde entraba simbólicamente el emperador) y la puerta de San Romano, que por su posición central frente al Valle del Lico (pequeño arroyo que entra en la ciudad) sufrió brutales ataques en cada asedio. Estas murallas contaban con su propia guarnición, la Teicheitoai, antes mencionada

Planta y perfil del amurallado

No obstante, para los bizantinos existía un defensor supremo para sus muros: el Dios cristiano. Se lee en una de las puertas:

Cristo, Señor nuestro, guarda tu ciudad de toda inquietud, de toda guerra; rompe victoriosamente la fuerza de los enemigos.
Estas murallas fortificaban incluso los seis o siete puertos de los que disponía la ciudad, algunos de ellos de uso privado para los militares o el Emperador. En total, estas formidables murallas que Teodosio II construyó entre los años 408-450 contaban con unos seis kilómetros de recorrido solo ya por tierra, y demostraron su utilidad durante siglos hasta un ataque superior numérica y tecnológicamente. Y es que, una de las lástimas de Constantinopla, fue su pérdida de población por las inclemencias de las eras. El maestro Ladero Quesada refleja en su “Historia Universal. Edad Media” (edición de 2010) esta idea, habiendo recopilado una carta de Ruy González de Clavijo, emisario español en la zona:

E como quier que la çiudat sea grande de grand cerca, no es tan bien poblada, ca en medio de ella ha muchos oteros e valles en que ha labranças de panes e de viñas e muchos huertos, e do están estas dichas huertas hay casas commo barrios e esto es en medio de la çiudat.
Impresionante este grado de despoblación, de repercusión directa en la capacidad de ofertar hombres para el ejército. Cómo de despoblada habría de estar, pienso, como para roturar ni más ni menos que el interior urbano. Desde luego, las zonas más antiguas eran las mejor pobladas.

Por no hablar sólo de con qué contaban los defensores, diré que los atacantes tenían ciertos buenos lugares desde los que disponer un asedio. Frente a las puertas de San Romano, en el margen izquierdo del río Lico (Bayrampaça para los otomanos) se encontraba la colina de Maltepe, donde Mehmet II emplazó su majestuosa tienda campal. Quepa mencionar que este emplazamiento fue el mismo, por ejemplo, empleado por los Ávaros en su ataque del 626, quienes dejaron a los eslavos rodear la muralla exterior con sus guerreros semidesnudos y atacar ridículamente los puertos fortificados yendo montados en monóxilos. Los turcos que atacarían Pera en esta campaña de Mehmet irían liderados por Zaganos Pasha, quien tendría a su disposición las crestas de Pera y Kasimpasa (llamado también Valle de los Manantiales), cuya misión era castigar los muros que defendían el Cuerno de Oro a base de morterazos.


LÍDERES TURCOMANOS Y SUS HOMBRES

Mehmet II llevaba años planeando este asalto; la joya principal en la corona de su memoria. Por ello supo rodearse de militares competentes y disciplinados que pastoreasen a sus hombres hasta la batalla. Todos Pasha: Mahmud e Ishak atacarían la mitad de la muralla desde San Romano al Mármara, Mehmet II con sus jenízaros (y el diplomático Halil cerca para vigilarlo) arrasarían el centro comprendido entre San Romano y Carisio (zona defendida por Giustiniani), Karaca el resto hasta el Cuerno de Oro; destaca Zaganos Pasha y sus morteros en la zona de Pera, encargado de hacer posible el transporte de embarcaciones por tierra y anular las murallas costeras que guarnecían el Cuerno.

En cuanto a las tropas, muchos acudieron a la llamada de su ambicioso señor; unos cien mil individuos aproximadamente. No obstante, quepa aclarar que la mayoría de ellos eran soldados no profesionales. La cultura musulmana y próximo oriental suele contemplar la idea de echarse a las armas; especialmente los pastores y gentes del desierto, nómadas. El nomadismo ha sido fuente de guerreros desde tiempo inmemorial: los bárbaros guti que asolaron regiones norteñas de Mesopotamia, los hunos que hicieron zozobrar a la joven Europa, esos insurrectos bereberes empujados por los Omeyas a la conquista de Hispania. Así pues, muchos fueron los pastores y piratas del desierto que acudieron, con poco más que una espada, lanza o escudo de cuero; llevando consigo esclavos, camellos y mulas con sacos vacíos para llenar de los tesoros prometidos.

Añadir a esto que entre la caballería que hacía de guardia personal, los jenízaros y los soldados de élite del ejército turco sumaban en torno a diez mil individuos. La caballería que ejercía como guardia personal estaba concebida para dar el golpe de gracia; se contaba además con unos veinte mil jinetes reclutados en las provincias.

Spahi excelentemente equipado, seguramente miembro de la guardia personal de Mehmet II

Esa caballería eran, principalmente, los spahis, o cipayos (nada que ver con los más tarde nombrados por los ingleses). Provenían normalmente del Magreb y eran un potente cuerpo de caballería. Aunque el caballo fuera probablemente desprovisto de armadura, el jinete solía llevar un escudo redondo, lanza, cimitarra e incluso arco compuesto. En tiempos de paz, se dedicaban a recaudar impuestos. Su cuerpo de caballería fue fundado, precisamente, con Mehmet II.

Para mí lo más característico del ejército turco fueran los jenízaros y los derviches. Lo jenízaros eran la infantería de élite. Se componía de niños cristianos (griegos, albaneses y más tarde húngaros) capturados o tomados mediante la práctica de la devshirme (impuesto que se pagaba con humanos). Su vida era similar a la de cualquier otro monje guerrero (como los templarios) pero con un toque de fanatismo religioso tan característico del Islam. Reconocían al sultán como a su padre, obviamente todos se hacían musulmanes y no podían salir de la orden; sus bienes pasaban a la misma al morir ellos. No se les tenía permitido llevar barba, sólo bigote, a diferencia del resto de musulmanes libres. Eran, pues, un cuerpo armado dedicado al Sultán, una verdadera mano derecha sometida a una doctrina educativa desde el principio. Decir que Mehmet II tuvo ciertos problemas con algún jenízaro insurrecto, pero los supo dominar. Como novedad en la época, para la toma de Constantinopla a muchos se les equipó con armas de fuego de mano; práctica habitual a posteriori de esta tropa y que quedaría reflejada en numerosas ilustraciones.

Ilustración de un jenízaro del s. XVII. Aún conserva la costumbre de afeitar todo salvo el bigote. Vemos como las armas de fuego fueron adoptadas de forma característica por esta tropa, habiendo demostrado su eficiencia en Constantinopla contra las armaduras de los acorazados venecianos y genoveses.


Los derviches, por otro lado, eran una especie de ascetas itinerantes con voto de pobreza. Se dedicaban a arengar continuamente a las tropas y a alentarlas a favor de la destrucción del enemigo infiel; muchos participaron en el combate de forma activa entre las multitudes pero desde luego tenían una presencia residual y anecdótica, aunque llamativa. A su vez se veían coreados, al igual que el resto del ejército, por una gran cantidad de músicos que no cesaban de hacer sonar sus instrumentos durante todo el evento armado. Abogaban por la destrucción de la ciudad.

Finalmente, se estima la participación de unos mil quinientos minadores serbios, alemanes, bohemios y húngaros que obraron activamente en el derrumbe de las fortificaciones constantinopolitanas; encontraron la muerte en túneles que los defensores llenaron de polvo de azufre, fuego griego o contraminas; recintos subterráneos preparados para que los ingenuos tuneladores se encontraran de cara con enemigos armados.

LA BATALLA

El 2 de Abril de 1453 el ingeniero genovés Bartolomeo Soligo tensó la enorme cadena del Cuerno de Oro; Aproximadamente, unas veintisiete embarcaciones (entre galeras sin equipar y veleros, así como otras bien pertrechadas de Italia) aguardaban en el puerto de Constantinopla cuando el turco llamó a las puertas. Comenzaron los últimos preparativos. Ya Mehmet II hizo acondicionar las calzadas para permitir el desplazamiento de sus tropas y aún más importante: de su tren de sitio, formado por las armas de pólvoras de mejor calidad de la época. También a primeros de Abril llegó Mehmet II a las puertas; se dice que de noche se oían las toses y estornudos de miles de turcos, pues no había suficiente tela para que todos dispusieran de una tienda de campaña.

Como si fueran chatarra, las cadenas que una vez guardaron el paso del Bósforo ahora acumulan polvo en una esquina del museo del ejército de Estambul

El 5 de Abril plantó Mehmet II su tienda de campaña en la colina de Maltepe y se dispusieron entre nueve y catorce baterías, con algunos cañones gigantes (como el de Orbón). Igualmente se comenzaron a preparar las torres de asedio y demás parafernalia. En mayor o menor medida, el enemigo abarcó desde la Puerta Áurea hasta el giro costero que tomaba la muralla al llegar al Cuerno de Oro; tal como se explica en la disposición del ejército turco. Los jenízaros y la caballería estarían con Mehmet estaban frente a San Romano y Carisio, donde la lucha sería más cruda; San Romano estaba vigilada por el cerbero Giustiniani y Minotto se encargaría de la del Palacio de Porfirogénitos, así como cuatro destacamentos venecianos lo harían de cuatro puertas principales de la zona.

Con el apoyo de Zaganos Pasha en Pera, debilitando las murallas costeras con sus morteros, el almirante turco Baltaoglu Suleyman Bey patrullaba las mismas esperando la oportunidad de penetrar. Ante semejante despliegue militar, los bizantinos que aún pensaban vender a los latinos a cambio de mantener su ciudad dentro del Imperio Otomano cambiaron de opinión y comprendieron que llegó la hora de galopar por el camino de la sangre y el acero. Un camino triste, pues ningún monarca occidental se quiso comprometer. Constantino XI, solo, decidió defender hasta la muerte el último reducto de lo que una vez fue el mayor imperio occidental.

Cronológicamente se cuenta como “principio del fin” el día 6 de Abril, cuando el gran cañón de Orbón tronó por primera vez, atemorizando a la población de Constantinopla. Comenzó el asedio por tierra y mar. El 9 de Abril hubo una fallida intentona de los turcos por atravesar la cadena del Cuerno de Oro; dos días más tarde la artillería fue emplazada frente a las puertas de San Romano y Carisio, teóricamente las más vulnerables. Pese a que el gran cañón resultó averiado, su poder hizo mella en las murallas y moral bizantinas. El 12 de Abril unos ciento cuarenta y cinco veleros volvieron a intentar atravesar la cadena, en vano. El 18 de Abril los otomanos arrimaron a los muros unas torres de asedio, cuyo verdadero fin, más que tomar al asalto las defensas, era tapar el foso con arena y ramajos así como “allanar” el camino para un próximo asalto; estas torres de asedio fueron incendiadas y derribadas.


Un poderoso dragón turco a punto de vomitar roca sobre las murallas de Constantino
El poderoso Cañón de Orbón, esperemos que por siempre silenciado
En el marco presentado por esta agónica resistencia se produjo un hecho que señalaría un verdadero punto de inflexión. El 20 de Abril, tres galeras genovesas y una bizantina (de los prometidos refuerzos), sortearon el bloqueo otomano y arribaron a puerto constantinopolitano. Mehmet II sufrió de los insistentes consejos de Halil de levantar el cerco; el sultán necesitaba un plan maestro para impulsar una bocanada de esperanza a sus planes, y lo concibió. En la noche del 21 al 22 de Abril, sesenta pequeños veleros pasaron del Mármara al Cuerno de Oro, siendo arrastrados por un arroyo con leños rodantes y trineos engrasados, empujados por fuerza brutal y el viento en sus velas. Los defensores vieron a estas embarcaciones “navegar por la tierra”, dando al traste con la alegría que supuso la llegada de refuerzos.  El 23 de Abril el emperador Constantino trazó un plan para incendiar barcos venecianos con los que destruir naves otomanas, pero terminó en fracaso. Asimismo, los sesenta veleros introducidos en el Cuerno de Oro cumplieron con su misión principal de construir un pontón flotante sobre el que situar más cañones para hacer presión en las murallas.

Mapa del asedio

El 4 de Mayo llegó a los cuarteles otomanos la noticia de que el Emperador Constantino XI se negaba a rendir la ciudad y la defendería hasta su último aliento. Los morteros hacían estruendo en las colinas de Gálata mientras hundían un barco genovés. El 6 de Mayo Mehmet II lanzó un infructuoso ataque con treinta mil hombres a la zona más castigada por la artillería, pero los bizantinos lo reparaban todo de noche con maderos y sacos de arena. La segunda oleada fue nocturna, de otros treinta mil individuos, y atacó la zona que iba desde el Palacio de Porfirogénitos hasta la puerta de Carisio; no se pudo reparar nada. Los días 16, 17 y 21 continuaron maniobras turcas para romper la cadena; infructuosas.

El 16 de mayo, los minadores serbios cavaron túneles bajo las murallas en torno a la puerta de Carisio, pero estos túneles fueron sabiamente detectados y destruidos. Se cree que se empleaban enormes toneles de agua dispuestos sobre el suelo o encima de arcos arquitectónicos; así las reverberaciones de los picos hacían vibrar el agua y se podían detectar.

Dos días después, el 18 de Mayo, otra torre pretendió tapar el foso y vencer la defensa, pero fue destruía con fuego griego; que por otro lado comenzaba a agotarse. Aún así, las ruinas de la torre y el montículo resultante eran útiles para superar los muros. Para curiosear el estado de la defensa, el 23 de Mayo Mehmet II mandó a un embajador; sabía que la respuesta sería negativa. Lo empleó para obtener información sobre la cual comenzar a preparar el último ataque.

La noche del 24 fue fatídica de murallas adentro. Se produjo un eclipse lunar, atemorizando a los defensores con el cumplimiento de una profecía consistente en que Constantinopla solo resistiría mientras la luna brillase en el cielo. Además, al día siguiente, durante una procesión una de las figuras se cayó y rompió, bañado todo esto con una lluvia de granizo totalmente inesperada. Los ánimos decayeron. Ya sólo lucharían por sobrevivir.

El 26 de Mayo llegó al campamento otomano un emisario húngaro que advertía de la llegada de un ejército cruzado si no deponía las armas y al que  Mehmet no hizo caso alguno. Esa noche los turcos celebraron grandes banquetes bajo la triste mirada de los defensores griegos. La noticia del ejército cruzado dio poder a los argumentos de Halil, pero Mehmet II estaba decidido; incluso recorrió el campamento dando ánimos a oficiales y soldados.

El 28 de Mayo los preparativos estaban listos. Mehmet prometió los tres días de saqueos que permitía la ley islámica. El material de asedio se apiló frente a las murallas, y los bizantinos repararon lo que pudieron.

Aleo e polis. El ataque final dio comienzo con las primeras luces del 29 de Mayo de 1453. Tres terribles oleadas de turcos fueron imposibles de resistir por los defensores. Lo peor de todo, al gran Giovanni Giustinianni Longo lo hirieron de un arcabuzazo. Este noble comandante, nombrado protostátor y al que el mismísimo emperador le prometió la isla de Lemnos, fue montado en su barco anclado en el Cuerno de Oro y transportado a la isla de Quíos, donde vería el fin de sus días. Comenzó la huida generalizada en la que los griegos más ricos ofrecían todo cuanto tenían por ser montados en un barco que huyese.

Aleo e polis. La ciudad cae


Irregulares y jenízaros entraron por la montaña de escombros humeantes que era ahora una de las torres de San Romano (derruida con una carga explosiva dispuesta en un túnel bajo ella) así como sus muros hechos polvo a cañonazos. El contingente jenízaro alzó su bandera en las murallas como señal de que la defensa había caído. Constantino XI se retiró a la Puerta Áurea, resultando herido y muerto por infantería ligera otomana en el transcurso. Pronto comenzó el saqueo. Botín y esclavos fueron los trofeos de los turcos, aunque muchos aceptaron sobornos y se respetaron varias inglesias, quizá por orden de Mehmet o por el origen cristiano de numerosos jenízaros.

Mehmet llegó a Santa Sofía. Prometió seguridad a los que se refugiaron en ella, sacerdotes o profanos. Los días 30 y 31 fueron invertidos por los otomanos en poner en orden a las tropas desbocadas y reorganizar a la población local en sus hogares; las recuperaciones y puestas en funcionamiento de las plazas fuertes tomadas debían ser rápidas para ahorrar gastos. Se estima la muerte de unos cuatro mil individuos entre militares y civiles. Incluso Mehmet pagó el rescate de cristianos poderosos capturados por sus hombres, pues harían falta ciudadanos de valía para administrar la ciudad. Su plan, como es sabido, era convertirla en la nueva capital de su imperio. A Santa Sofía la perdonó, volviéndola mezquita; la destrucción fue mínima, pues incluso a los frescos simplemente los tapó con algo de yeso.

El primer día de junio Mehmet el Conquistador entró en fastuoso desfile a su nueva Ciudad y se dirigió a Santa Sofía para realizar sus oraciones y escuchar el sermón sobre sus victorias. Se vio a sí mismo como heredero del testigo imperial anterior, tanto que los cronistas lo llamarían Emperador de Romanos. Ahora, elevaría de nuevo a Constantinopla a su estatus de polis imperial y magnífica. Mehmet II fue relativamente respetuoso con los locales, tanto que reinstauró la religión ortodoxa y en cierto modo asumió su patronazgo.

Pero una cosa deberá quedar clara; ya no sería nunca más Constantinopla. Había nacido Estambul, la capital de un imperio que duraría hasta el año 1922.


CONCLUSIÓN

Como he pretendido narrar, la Caída de Constantinopla supuso un verdadero hito histórico. A mi juicio, la verdadera pena del asunto es que desapareciera Bizancio por completo. Es triste, como estudiante de historia, ser testigo mudo de los avatares de la vida humana; llega un punto en el que te acostumbras ver alzarse y caer imperios, e incluso le pillas el gusto. Por supuesto, son numerosos los “y si…” que se le vienen a uno a la cabeza. ¿Y si occidente hubiera ayudado presentando batalla? ¿Y Constantino XI hubiera contado con la ayuda del Papa como un cristiano, y no como un cabeza de la iglesia a la que se vio obligado a formar parte?

Desde luego, queda claro y pueden llamarme materialista, que el dinero y el interés económico siempre estuvo presente en el conflicto. De hecho, los venecianos pudieron mantener, a base de negociar, cierto control en Pera. De todos modos, los otomanos cerraron las vías a oriente al poco, eso explica las expediciones navales por mar abierto. No obstante, algo de idealismo tiene el asunto, pues la conquista se volvió cuestión de honor, fe y deber para los del turbante.

Quepa concluir al pobre de Pere Juliá. Catalán, él y todos sus hombres murieron durante el asalto final. Este hombre, como ha sido costumbre en todos los armados de Hispania, luchó hasta las últimas consecuencias, sin que se contara uno huido y lejos de la tierra patria. Aunque Aragón aún cabeceaba en otra dirección, creo que viene al caso mentar un vetusto refrán:

“No hay puñado de tierra sin una tumba española”


La historia, maestra de la vida y siempre ignorada.